Por Sofía Di Santo
“Nadie hizo nada. El solo encontró la muerte”
Pedro Páramo
No siempre fui así, hubo un momento en que creí que había nacido con la misma crueldad de mi padre; pero no, Pedro Páramo hizo que lo creyera por alguna razón que nunca sabré.
Terminé de entender el porqué de mis acciones cuando me vi desolado y abatido en la ventana de la Eduviges. Ese día la muerte me agarró por sorpresa y sin estar preparado para enfrentarla me llevó con ella, ahí supe el dolor que sintieron esas tantas personas que maté, un vacío eterno. Como si fuera posible la neblina me caló los huesos y mi alma se perdió entre mi dolor y la risa de una muerte que venía a cobrarme todo lo que tenía que pagar.
Mi padre hizo que fuera igual o peor que él. Nunca me quiso, aunque los incrédulos que nos rodeaban en ese pueblo fantasma que es y será Comala, creyeran que sí.
Esa misma noche iba a ver a una muchacha que me esperaba en Contla.
Iba galopando arriba de Colorado como si pocas cosas importasen y así lo era, jamás me importó el ser buena persona. La noche estaba fría y oscura como el campo que me rodeaba, ni una estrella brillaba. Había salido tan temprano de Comala que el tiempo me sobraba y todavía faltaba para que fuera la hora de mi llegada. Dejé a Colorado y me bajé casi sin ver nada, me acosté en aquel campo a descansar solo para perder un poco de tiempo.
Pocas veces pensaba en mi pasado, pero esa noche fue una de esas pocas, y ahora que lo pienso qué gracioso fue que justo el día de mi muerte pensara en mi infancia.
-Mirá Miguel, yo sé que querés mi atención, Fulgor me lo mencionó hoy. Si vos querés que yo te tome en cuenta tenés que ser hombre. El día que mates a alguien, yo te voy a prestar atención y para mí vas a ser más que un hombre, vas a ser mi hijo. Yo nunca reconocí ninguno Miguel, serías el único, perdiste a tu mamá, no me pierdas a mí.
Y con eso bastó, al mes ya era oficialmente el hijo de Pedro Páramo. A partir de ahí comencé a crecer alto y fuerte y con la sangre tan fría como lo era la noche en que morí. Mi fama en el pueblo creció, no sólo por las muertes que debía sino también por la cantidad de mujeres que había poseído de buena o mala manera. Dorotea trataba de llevarme por buen camino pero no lo hacía porque me quería, sino porque sentía algo por papá.
Cuando desperté ya se había hecho tarde, agarré al Colorado y para ganar tiempo hice que saltara un vallado de piedra pero como si fuera posible la neblina me caló los huesos hasta dejarme quieto y helado de pies a cabeza. Seguí solo y hasta en un momento creí que Colorado se había perdido cuando el perdido era yo. Busqué el pueblo millones de veces, pero me fue imposible encontrarlo. Regresé a Comala, al único lugar donde sabía cómo volver. La neblina regresó y de repente sin saber cómo aparecí en la ventana de Eduviges que me miraba como si supiera algo de lo que yo todavía no estaba enterado.
-Esto es un sueño -me dije, pero Eduviges tenía otra noticia para darme. Al principio creí que me estaba haciendo una broma ya que era consciente de que la había dejado por la muchacha de Contla pero comencé a creerle cuando traté de tocar algo y los objetos se desvanecían en mis manos como si fuera agua la que corría sobre ellos. La desesperación invadió mi cuerpo ya sin vida y por primera vez el llanto mojó mis mejillas, un llanto que en realidad no se veía y que ni siquiera sentía. Me perdí en la noche, uniéndome a las estrellas sólo por un rato ya que en el cielo parecía no haber lugar para mí y al infierno no estaba dispuesto a ir, no todavía. En la mañana fui con la estúpida e infantil esperanza de ver la desesperación de mi padre cuando observara mi cuerpo muerto, inerte.
-Estoy empezando a pagar. Más vale empezar temprano para terminar pronto-. Lo dijo como si sólo fuera una deuda que había sido saldada. Eso era yo para él.
Esa noche, como millones de otras, tuve lugar donde descansar. A veces una casa es una tumba.